La continuidad de las playas por FdP

La tarde de viernes en el barrio de La Chacarita era, probablemente, como cualquier otra en esta época del año en que Buenos Aires pasa del sopor de un verano sin viento al ajetreo de un otoño ocupado. El traqueteo de los adoquines de la calle Concepción Arenal entraba rebotando en la Galería, sólo disimulado por el ventanal sin cortinas y puerta de entrada. El espacio totalmente vacío resultaba fuertemente inquietante, como si desde las paredes del antiguo edificio, alguien escondido observara…

Sobre una de las mesas laterales descansaba una carta:

14 de diciembre de 1984
EMBAJADA BRITÁNICA*
MONTEVIDEO

Sr. Julio César Neves Díaz
Turín 3569 -Ciudad

Ref: THOMAS A. WALKER

Muy señor nuestro:

Con referencia a nuestra conversación del 12 de diciembre, me es grato informarle que acabo de recibir una carta de nuestro servicio de información en Londres. Lamentablemente, no han podido ubicar datos de la compañía que le interesa a usted. Ningún Thomas A Walker está registrado en Companies House (Registro Central de Empresas) ni tampoco en el Public Records Office (Oficina Pública de Registros). El Business Archive Council (Consejo de Archivos Empresariales, ubicado en 201 Tooley St., 185 Tower Bridge RD. London SE1 2UF) llevó a cabo una investigación extensiva.

En el London Trade Directory (Guía de Empresas Londinense) de 1895, encontraron a una compañía llamada M. T. Walker Ltd., la cual existió hasta alrededor de 1975. Según creen, es posible que Thomas A. Walker haya actuado como agente latinoamericano para una empresa británica de otro nombre; me parece poco probable en vista de lo que usted me contó, aunque era una práctica común en los años 1800. Sugieren como otra fuente los archivos latinoamericanos del University College London (The Librarian, University College London, Gower Street 120, London)

Lamento no poder proporcionarle un resultado más positivo, pero espero que esta información pueda resultarle de utilidad.

Aprovechamos la oportunidad para saludarle muy atentamente.
J. C. Lam
Segundo Secretario

*El presente texto prologa la edición original del libro “Canteras y médanos de Conchillas” de Julio César Neves, editado en la ciudad de Montevideo en el mes de agosto de 1995.

Sin embargo, Thomas Walker si existió.

Los antiguos pobladores del litoral uruguayo del Río de la Plata lo recuerdan claramente. Quizás no su apariencia, sobre la que son frecuentes los disensos: algunos recuerdan a un anciano pequeño de cara angulosa y ojos penetrantes como puñales, otros a un muchacho delgado, pálido y casi etéreo, de barba transparente, los más, a un gigante cobrizo de casi dos metros de estatura, alegre y ancho como un tonel de whisky.

Su edad también es peregrina en los relatos comarcales; Mr. Walker está aleatoriamente en su decrepitud y es un muchacho en variadas épocas, y asociado a distantes sucesos del país. Así, es primogénito del primer pastor anglicano en la fundación de la ciudad de Conchillas en 1887, amigo de la infancia del escultor Severino Pose en Montevideo (y discípulo predilecto, “oveja negra”, del maestro José Belloni) en las primeras décadas del nuevo siglo, joven asesor del embajador inglés en el primer gobierno nacionalista y a la vez anciano explotador en la principal cantera de áridos de Colonia, a mediados del siglo veinte.

Lo que todos comparten, por el contrario a lo difuso de su aspecto, es su aura de extraviado, las historias de su recurrente deambular por los espacios naturales del departamento, y sus sorpresivas, casi fantásticas apariciones en las playas de la ribera platense, siempre calzado con botas de montar en cuero negro y acompañado de un delgado bastón de dandy londinense[1].

Pero lo significativo de su existencia en el imaginario local no son estas erráticas muestras históricas de omnipresencia, si no la unanimidad de los relatos de su extraño y particular apego a la arena de estas costas.

Buscando el denominador común de sus anécdotas, hemos podido reconstruir que la empresa Walker, administradora de un rosario de canteras en toda Colonia, gozaba de gran éxito durante sus primeras décadas de funcionamiento como proveedora incansable de material para las dársenas del nuevo puerto de Buenos Aires, que sustituyeran a los antiguos muelles de madera.

Sorpresivamente, y es aquí donde los hechos se vuelven más confusos, las crónicas posicionan a la empresa al borde de la bancarrota unas décadas después, si bien las imágenes de la época (y las evidencias actuales) verifican que el ritmo de extracción crecía a pasos agigantados. Hay quien dice que Mr. Walker había enloquecido y no quería vender su arena, y que, al encontrarlo inmerso en el incansable trajinar de las máquinas se lo podía escuchar susurrar, como si hablara con ella.

Otras fuentes, menos ortodoxas, afirman que había aprendido a diferenciar perfectamente el origen de la arena de sus canteras e incluso describir el tortuoso camino que sus granos habían recorrido para formarse, tanto como los paisajes que antes habían habitado. Así, las lejanías andinas del Río Bermejo se diferenciaban de la mansedumbre llena de aromas del Río Paraguay y su Gran Pantanal, los esteros y lagunas del Iberá, a través del Río Corrientes, se separaban de la sonora violencia de la Garganta del Diablo del Iguazú, las márgenes cortadas a pico y cubiertas de verde del Río Pilcomayo, de las sosegadas corrientes del pequeño Río Yí.

Pero posiblemente la versión más intranquilizadora es la que nos transmitió un viejo baqueano del Río Uruguay que dice haberle servido a Mr. Walker en su juventud, al timón de una embarcación, porque esta es la que más echa luz sobre las miserias que puede la demencia deparar a un hombre. Según él, el “inglés” afirmaba, antes de desaparecer misteriosamente “hace una punta de años”, que podía ver en su arena el destino. Afirmaba poder ver el contenido, (los edificios, la ciudad) que su arena encerraba (y por eso muy a menudo elegía no venderla), pero sobre todas las cosas, y aquí es que el relato se vuelve inverosímil, afirmaba poder ver a través de su arena, simultáneamente, y en cada lugar en que sus granos se encontraran.

[1] Se me ocurre que la inexistencia constatada por el señor Neves Díaz debe tener su origen en una picardía. Es probable que “el inglés”, necesitando por alguna razón proteger su identidad, haya adoptado el nombre Walker como sátira a la intriga que sus costumbres de vouyeur generaban en los pobladores locales. No es difícil inferir que Walker era más sencillo de recordar, y menos generador de suspicacias, que el más ajustado Wanderer, que sin dudas combinaría mejor con su actitud y sus vestimentas.

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