Especulaciones sobre la arquitectura comercial de Amancio Williams en la década del Desarrollismo y el Pop
La Invención de Amancio
¿Hay algo más lindo que una idea? Densas en el centro y de fronteras indefinidas, blancas, prolijas, nítidas, las ideas de Amancio Williams se definen sobre el mapa de la arquitectura argentina del siglo XX como nubes de un vapor ¨borrachito¨, ligeramente dulce y embriagante, como uno de esos proyectos escapistas que armamos algún verano, en un lapso de felicidad, conscientes de que no sabremos si los podremos llevar a cabo, pero igual de conscientes de que no importa, de que una manera posible de avanzar es a través de esas evasiones prácticas que nos permitimos cada tanto.
La producción de Amancio Williams, una enorme trama teórico-práctica de fantasías urbanas y arquitectónicas desaforadas y elegantes, compone algo más que un archivo porque en él se resumen simultáneamente hechos concretos y posibilidades no realizadas: está presente la textura de la realidad, sí, pero principalmente dominan las exageraciones del intelecto. Se trata más bien, entonces, de un ¨contra-archivo¨, una historia contrafáctica de la arquitectura argentina en la que las preguntas fueron más importantes que las respuestas y la investigación le ganó al encargo.
Con un pie en la realidad y otro en la ficción, traspapelado entre dos planos de existencia, Williams nos recuerda a algunos personajes de Bioy Casares; leve y profundo, dormido en un mundo y despierto en otro, acaso vagamente contrariado por ser más movedizo en el plano alternativo, pero a fin de cuentas capaz de llevar con aplomo la difícil tarea de enfrentar los desafíos de la forma y de la ficción con coraje y perseverancia.
Soy Moderno, No Fumo
En una de sus tantas aventuras, la Argentina se tira en los 60s de cabeza, y durante unos cuantos años vive un viaje desarrollista de crecimiento e innovación en la que las grandes empresas juegan un rol fundamental como comitentes y promotores de cierta forma de la vanguardia. De esta vanguardia forma parte, como siempre con ese aire de ¨estoy para más pero no sé cómo¨, la arquitectura nacional, que en este período produce algunas de sus obras más notables. Cómo afirma Francisco Liernur, la aceptación de las condiciones de la modernidad ya estaba completa al comenzar los 60 (Liernur, 2001, p.267) [1], por lo que la radicación de capitales internacionales como política de estado empieza a dar con su forma en torres de oficina y sedes centrales de bancos y empresas internacionales. Air France, Fiat, Olivetti, son algunos de los comitentes extranjeros que hacen su aparición en la escena local con encargos de sendas sedes institucionales.
Cada empresa quiere su torre, su edificio bandera, su antena que capta y emite señales del resto del mundo. En ellas confluían los imaginarios artísticos de los sesentas, las estéticas publicitarias, la difusión de un modo particular de producción económica y la representación tecnológica como medio de comunicación de la libre empresa. En algunos casos, esas torres se completan con programas comerciales de distinto tipo. La torre de Air France culminaba con un sky-bar que con los años se volvió legendario, Olivetti, por su parte, propuso en la planta baja de su torre, en la esquina de Santa Fe y Suipacha, un showroom para sus máquinas de escribir, cuya primera versión fue proyectada por Amancio Williams.
[1] Liernur, Francisco, Arquitectura en la Argentina del Siglo XX: La construcción de la Modernidad, Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2001
Williams, que era tan internacional y humanista como su comitente Adriano Olivetti; pero que principalmente era un moderno paladar negro, presentó un proyecto que, con el diario del lunes, tenía un punto de disidencia central con el encargo: a diferencia de Olivetti, pero principalmente a diferencia del proyecto finalmente elegido para ser construído, firmado por la arquitecta italiana Gae Aulenti, el de Amancio no era un proyecto Pop. Demasiado platónico y plástico, el proyecto de Williams, una serie de planos horizontales y verticales de vidrio, mármol, y acrílico que generan un amplio espacio de exposición, funciona como una elegante caja de cristal que opera al ciento por ciento como contenedor, corriendo a la propuesta arquitectónica del lugar del Sujeto.
Roberto Fernández cita a Jorge Silvetti sobre la casi total autonomía de la calidad per se de los objetos gráficos (Fernández, 2014, p.44)[1] y las plásticas abstractas de las representaciones de las propuestas de Williams, derivadas de una sistemática y rigurosa investigación proyectual sobre la síntesis formal. El showroom de Olivetti es una proyección inmaterial de un método implacable, un sistema de geometría y color sin lugar ni tiempo determinados que se muestra inmune a su contexto, como por ejemplo las poderosas radiaciones del Instituto Di Tella y la swinging calle Florida de esos años.
Si comparamos la propuesta de Williams con la de algunos de los otros showrooms que construyó Olivetti en el mundo durante esos años ( Venezia + Carlo Scarpa, New York + BBPR, Dusseldorf+Ignazio Gardella), vemos que es la única que no tiene referencias concretas a lo local, mensajes cifrados, ardides decorativos, cameos o ¨centros a la olla¨ para el receptor potencial del mensaje. Populares sin ser populistas, intelectuales sin ser académicos, el resto de los concurrentes interpretan el espíritu pop de Olivetti, suerte de precursora de Apple y empresa bandera de la exportación del design italiano para todo el mundo.
Como contraprueba, podemos tomar otra obra de Williams del mismo año, 1966, el pabellón de Exposiciones de Bunge y Born para La Rural. Aquí, Williams construye por primera vez una de sus variaciones favoritas, las bóvedas cáscara de hormigón, que vuelan sobre una estructura-espacio expositivo único.
Evaluando el combo comitente-producto-proyecto, entendemos que se trata de un mensaje completamente distinto: de Argentina hacia el mundo; de lo local a lo global sin intermediarios del sentido, y no al revés. Forma, Relato, Ficción y Mito: todas las variables parecerían alinearse en algún lugar del aire, bajo la mirada del propio Williams, al que se lo puede ver atento, de pie sobre sus propias, livianas y perfectas, estructuras de hormigón, las cuales seguirá testeando en una gimnasia proyectual infinita, llevándolas siempre a la frontera de sus límites programáticos y funcionales.
[1] Fernandez, Roberto, Amancio Williams, Colección Maestros de la Arquitectura Argentina, Clarín, 2014
Evolución sería una palabra incorrecta para describir el proceso que lleva desde el primer local proyectado por Williams en los 60, el local Sánchez Elía, sobre la Avenida Alvear, (en su planteo minimalista emparentado lejanamente al showroom Olivetti y obviamente limitado por el sitio) hasta el pabellón Bunge & Born. Es más pertinente hablar de una gramática que se amplía, de un lenguaje que sin dejar de ser moderno, en toda la amplitud del término, empieza generar su propio sistema de referencias, algunos de esos chistes internos de los que adolesce el proyecto de Olivetti.
Una Imprecisión o una Hipérbole
Explorar el archivo de ficciones no construidas de Amancio Williams es un ejercicio de optimistas y soñadores. El lugar común lo califica como un utopista; más acertado sería estudiarlo como un narrador de ficción que contó los mejores cuentos fantásticos de la arquitectura argentina, un sensible pragmático que, como su admirado Le Corbusier, combinaba sin problemas arte, ciencia, y relato en un mejunje de sueños y convicciones graníticas.
En la síntesis formal de todos sus proyectos casi es posible ver el tiempo evaporado en versiones y reversiones obstinadas, pacientes, que dieron como resultado objetos e imágenes de una condición ajena y fuera de lo común, sobre las cuales, como alguna vez dijo alguien, no parece una imprecisión o una hipérbole calificarlas de perfectas.