En 1934 el Graf Zeppelin realizó su primer viaje desde Alemania a Buenos Aires con escala en Río de Janeiro, luego de cruzar el Atlántico.
Por aquel entonces yo tenía 21 años y estaba dedicado a pleno a la aviación. En la mañana del 30 de junio, el Zeppelin llegó al Río de la Plata. Yo había sido designado como piloto en una escuadrilla que tenía que recibirlo y acompañarlo hasta Buenos Aires, dándole la bienvenida en nombre de la aviación civil. La escuadrilla consistía en aviones Fleet; un biplano de dos plazas construido en una liviana estructura de tubos metálicos totalmente cubierta con tela pintada: el cuerpo en azul y las alas en color aluminio. Un excelente y maniobrable avión con motor radial de 160 HP (caballos). Partimos con la primera claridad del alba, en una helada mañana de invierno. Mi asiento no era nada confortable pues consistía en mi paracaídas plegado en un duro paquete. Yo mismo estaba dentro de un abrigado over-all, casco de cuero, antiparras especiales de aviación para proteger mis ojos del viento, gruesas medias de lana y largos guantes de gamuza. Mi apariencia tenía cierta curiosa similitud a la de los astronautas de la actualidad. Frente a mi abierto cock pit (receptáculo): un parabrisas de celuloide transparente. A mis espaldas había otro receptáculo similar para un observador.
Al acercarnos hacia el exterior del Río de la Plata vi, allá muy lejos sobre el horizonte, un apenas distinguible punto; segundos después este punto se transformó en algo alargado. Entonces aparentó ser un minúsculo cigarro gris flotando sobre el horizonte y la gran masa de agua. Luego de unos momentos comencé a distinguir la forma de un Zeppelin, algo que nunca había visto antes. Finalmente el Zeppelin, este objeto de 240 metros estaba frente a nosotros. La escuadrilla giró hacia la derecha para dejar libre la línea de vuelo del Zeppelin, luego hicimos otro giro de 180º deslizándonos hacia la izquierda hasta que nuestra línea de vuelo quedó paralela y muy próxima a la del dirigible, apuntando en dirección a Buenos Aires. Nuestra escuadrilla se desplazaba a la izquierda del Zeppelin, entre él y la línea de costa argentina. Como mi avión era el último del ala derecha de la formación en V de la escuadrilla, al realizar el último movimiento me convertí en el hombre más próximo al Zeppelin, ubicado a unos 80 m. de mí. Recuerdo que mis alas estaban perpendiculares a sus 240 m. de longitud. Por razones de seguridad, nuestra altura estaba a 20 m. por debajo de la quilla del Zeppelin, que volaba a una velocidad de crucero de 120 km/h. Como la nuestra era del orden de los 160 km/h, nuestra escuadrilla tenía que reducir con dificultad su velocidad. Podemos imaginar la grandiosidad de la vista que estaba gozando. Es algo difícil de explicar; no era solamente la impresión de esta enorme y maravillosa forma, sino también la elegancia y suavidad de los movimientos del Zeppelin, que podía percibir con nitidez.
Nunca lo olvidaré: como fondo, a la derecha de mis dos alas plateadas, mirando hacia arriba aparecía el precioso Zeppelin plateado, con sus elegantes movimientos contra el cielo. Hacia abajo el precioso Río de la Plata, plateado en la luz mañanera; la extendida línea de costa del Uruguay; la visión de ese país y la sensación de que más allá se encontraba el continente Sudamericano. Desde la línea costera hasta el horizonte, es decir hacia el Norte, el panorama estaba cubierto por la niebla de la mañana como un suave velo gris plateado que subía hacia arriba, hasta que mis ojos encontraban la quilla del Zeppelin, la grandiosidad de su casco y la explosión de la plateada luz.